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Espejito, espejito: El sinuoso sendero de la autoestima


Ella tenía el rostro en forma de corazón, una piel pálida que se sonrojaba fácilmente, infinitas pecas salpicadas por todo su cuerpo y rulos negros, que solía sujetar con cierta flojera. La recuerdo nítida, inigualable, especial. Sin importar el espacio al que ingresara, no pasaba desapercibida. Tal vez fuera porque era bastante alta, dueña de un cuerpo imponente: pecho generoso, caderas anchas, cintura delineada, aunque no diminuta. Pero no era por ello que intrigaba, había algo extraño en todo su ser que emanaba una energía peculiar y que, incluso, provocaba cierto miedo. Si hubiera creído en brujas hechiceras, hubiese dicho con seguridad que estaba frente a una: alrededor de ella se respiraba misterio, la gente solía decir que era rara, y los perros se alejaban o le ladraban cuando la veían llegar.

La conocí en mi primera juventud y tuvimos una de esas amistades intensas, pero pasajeras. Yo tendría unos veinte y ella, que era tres años mayor, me solía decir que su piel jamás se arrugaría ni que llegaría a envejecer; “con el poder de la mente todo se puede”, manifestaba. “Voy detener el tiempo con mi voluntad”. Sí, tenía cierta obsesión con la juventud eterna...

Cierta vez nos fuimos de vacaciones juntas y le descubrí un ritual. Todas las mañanas despertaba, tomaba un espejo de mano, se observaba largamente en él y susurraba algo. “¿Qué estás diciendo?”, le pregunté un día. “Soy el ser más hermoso. Me aprecio mucho, me amo mucho”, me contó que recitaba. “Lo aprendí escuchando el programa de Nacha Guevara, sirve para fortalecer la autoestima”.

Por aquella época, recuerdo que mi vieja amiga mantenía una relación con un hombre muy tóxico en múltiples aspectos, y buscaba constantemente su validación, lo que la llevaba por caminos un tanto oscuros. Tiempo después, atravesó situaciones traumáticas en un nuevo vínculo y, en algún momento, nos perdimos el rastro en esas extrañas vueltas de la vida.

No sé qué fue de ella, en realidad nunca lo supe: no supe cómo vivió su infancia ni supe demasiado acerca de su adolescencia. Pero, con los años, comprendí que, por aquella época compartida, interiormente no estaba bien y, tal como me pasó a mí en tantas ocasiones, su autoestima –aunque en fachada no lo pareciera- deambulaba por el suelo y se sentía absolutamente perdida.

Mariam Darchiavchilli works


Autoestima, ¡vaya palabrita! Largo tiempo demoré en entender el significado profundo de esta poderosa expresión, un término que lo dice todo en su acepción, pero que, en la práctica, manipulamos cada día.

Sucede que, desde niños, nos aplauden, nos premian, o nos castigan (esto último, con la indiferencia, el reto o, en terribles casos, la violencia). Entonces, el camino de la autoestima para todo ser humano – en mayor o menor medida- se vuelve un verdadero desafío, porque –como suelo decir- en el fondo lo que construimos no es autoestima sino un vosmestimas dependiente de la mirada ajena, que se balancea constantemente, inestable, endeble.

Muchas veces, cuando nos señalan que hicimos algo bien o que estamos “lindos”, sentimos que nuestra (falsa) autoestima crece (la clásica expresión: “lo que me dijo me levantó la autoestima”), en cambio, si nos hieren, nos descalifican o nos violentan, nuestro amor propio baja al subsuelo. Es decir que, por ese camino, nuestra autovaloración se construye a través de la apreciación de los demás: de afuera para adentro. Pero, lo cierto es que, si mi autoamor depende de los otros, de inmediato deja de ser "auto", por ende, no estoy experimentando una alza o baja de la autoestima, sino un crecimiento o caída de mi vosmestimas: yo me quiero en la medida de tu amor; mis emociones no están bajo mi control, ellas se balancean bajo ritmo ajeno.

Tardé demasiado en comprender que mi autoestima, la auténtica, es algo que debo construir desde mi interior, no desde lo externo. Me tomó mucho entender que decirme cosas lindas al espejo suele ser un intento pasajero y superficial. Resulta que de poco sirve predicarme que me quiero, si ni sé quién soy y, por ende, no sé qué es lo que estoy queriendo...

Tardé demasiado en revelar que autoestima es sinónimo de autoconocimiento, un autodescubrimiento que cada día me enseña a distinguir a qué le quiero decir que y a qué le quiero decir que no. Saber utilizar con autenticidad estas dos palabritas mágicas valen más que infinitos “me quiero” perdidos frente al espejo. Puedo recitarme mil mantras, colgarme cuadritos amorosos y repetirme mil frases positivas, pero si desconozco a los ángeles y demonios que habitan en mi interior, si evito explorar mis sentidos, mi autonomía de pensamientos por fuera de mi identidad otorgada (incluye religión, ideologías, identidad sexual, país de nacimiento... ¡todo!), si no me animo despojarme de mi programación y ver qué hay detrás de los velos, todas las palabras bonitas al espejo serán palabras vanas, fingidas, y tan frágiles como los likes que ansiamos recibir cada día para subir nuestra vosmestimas, todo tan efímero y pasajero como cualquier aplauso externo.

Por supuesto que lo que nos cuentan en nuestra infancia marca el camino hacia una mejor o peor capacidad de construir autoestima, ¡pero no son ellos quienes la determinan únicamente! Si fuera así, quienes fueron violentados no tiene esperanzas de amor propio... ¡y sí la tienen!, existe el camino, porque la autoestima es eso, “auto-estima”, no es “vos-me-estimas”... tan solo hay que descubrirlo y transitar el complejo sendero de lo que en inglés llaman el selfparenting, es decir, redescubrirse y reeducarse siendo adulto.

Hace poco leí - y coincido – que el camino hacia el amor propio no se garantiza con la cantidad de palabras lindas que nos hayan dicho de niños, o los premios que nos hayan dado por portarnos bien, sino que se construye a través del amor y respeto constantes, y del permiso que nos hayan otorgado a validar nuestros sentimientos y apreciaciones propias, reconociéndonos como entidades autónomas, y no como si fuéramos “niños hologramas” proyectados por los adultos.

Nuestro sistema social siempre ha sido exitista, sí... Alimentamos muchas veces, sin querer, la manía del vosmestimas, que hoy está en su apogeo con el auge de los “me gusta” y las redes sociales. Entonces, el alma se nos cae al piso cuando nos volvemos invisibles.

Pero si nos animamos a despojarnos de nuestro ego, de esa manía de construir el yo a través de la mirada ajena, (¡qué difícil!), y abrazamos nuestro núcleo, nuestra identidad esencial, nos descubrimos seres autónomos.

Cuando nos descubrimos autónomos, dejamos de ser codependientes. Y, cuando logramos independencia, dejamos de ser hiper reactivos a las calificaciones ajenas. Sean positivas o negativas. No importa. Si llega un comentario lindo se agradece de corazón, es un mimo hermoso, siempre bienvenido, pero no me mueve la aguja de mi autoestima. Porque mi autoestima no es vosmestimas: mi autoestima depende de mí, no de vos...

No sé por qué mi amiga misteriosa me disparó estos pensamientos tal vez un tanto enroscados. En fin, a ella nunca más la volví a ver. Solo espero que sea muy feliz en sus rulos y su piel pecosa y que - con o sin arrugas- hoy, veinticinco años más tarde, se mire a un espejo y susurre “te quiero”, tan solo porque ya sabe quién es y le gusta.

*
Para despedirme les dejo una de mis canciones favoritas de todos los tiempos: "No soy tus ruedas dando vueltas... yo SOY la carretera..."









 

 

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