Ahí estaba, con el corazón comprimido, deseando tener alas para elevarme por los cielos y escapar lejos, muy lejos de aquella situación tortuosa. Me hallaba parada junto a otras tres chicas que tampoco habían sido seleccionadas aún para formar parte de los equipos. Jugaríamos al “quemado”, un juego violento, de jerarquías y poder, y yo rezaba por no quedar última. “Que te elijan última es una pesadilla, significa que sos la peor y no tenés cualidades ganadoras para el juego”, pensé. “Aunque mejor sería desaparecer... Sí, volar y desaparecer me haría feliz.”
Por aquel entonces tenía seis, también tenía siete, ocho, nueve y todas las edades escolares. La escena había entrado en un círculo vicioso angustiante para mi mente infantil y adolescente. A mis padres no se los contaba, mi hogar era mi refugio, mi lugar seguro, mi escape a mundos imaginarios y no quería contaminarlo con episodios sin dudas insignificantes. O, tal vez, me daba vergüenza delatar mis carencias. Porque si no me elegían se debía a mis carencias, ¿no? Quién sabe... lo único que sé es que a mami y papi no les importaba si yo era buena en deportes o traía buenas notas, me querían tal como era y solo deseaban que estuviera bien. Y, en casa, yo estaba bien.
Así, con los años descubrí que había otros niños con corazones comprimidos. Alguno lloraba por los rincones por su mala calificación y la paliza que le iba a dar su padre, y estaba aquella otra, que se lamentaba por lo mismo, aunque nos pareciera insólito: “Papá también se va a enfurecer porque me saqué un 8. Solo acepta 9 o 10”.
Y en el secundario había que ser lindo, aparte de buen deportista y tener buenas notas, pero no había que ser “traga”. En realidad, con lindo, extrovertido y buen deportista alcanzaba. Entonces estaban las que vomitaban a escondidas y las que comían una manzana en todo el día y qué bueno que yo podía comer de todo y no engordaba, pero hubiera preferido tener unos kilos demás y no todos esos granos en mi cara, que despertaban lástimas y burlas casi a escondidas. De nuevo quise tener alas, volar, desaparecer del circo de ser querido y tener aceptación social.
A los quince volé, literalmente. Me fui a Alemania y dejé morir a mi ser vulnerable e inseguro para renacer. Pero esa.... esa es otra historia.
En la de hoy me pregunto, ¿nos importa la felicidad? Piensen, no respondan lo que se debe... piensen... ¿Nos importa realmente la felicidad?
En nuestra sociedad, en nuestro mundo ordinario, hablamos mucho acerca de la felicidad, de “lo que te haga feliz”, “quiero que seas feliz” y “feliz cumpleaños” y “felices fiestas” y “feliz año nuevo”, pero, como no estamos educados para la felicidad, sino para el éxito social, nuestras listas de objetivos para el nuevo año suelen estar repletas de metas a alcanzar que nos acerquen más a una “vida exitosa”, en vez de tener sentencias que nos conecten con la felicidad.
Y es entendible.... como dije, en el mundo ordinario, desde niños, predomina la palabra éxito, entonces ¿Cómo voy a saber qué representa para mí la felicidad?
Varias veces presencié esa escena adulta donde “mi hijo aprendió a escribir a los cinco”, “el mío a los cuatro”, y faltaba que venga alguien que diga “el mío desde la panza”, pero, ¿es feliz? No importa. Es un ganador y hay que exhibirlo, igual que las medallas, los trofeos, las notas y el hecho de que quiere ser médico, ingeniero o abogado, como el padre, “Y pobre María, su hijo se hizo hippie y vende artesanías”, “¿Y viste que Pedro es gay?, pobre familia”. “En qué habrán fallado.... ¿no?” A quién le importa la felicidad... “Y de qué se queja si tiene marido, tiene hijos, tiene auto, casa propia, tiene títulos, carteras de marca, dinero, poder, celular de alta gama, belleza natural o comprada, y más dinero”.
A quién le importa la felicidad.
Y entonces, así es como creo que a lo largo de la vida confundimos la felicidad con estar contentos, con tener momentos alegres, esos famosos "instantes de felicidad”; confundimos “estoy feliz” con “ser feliz”.
Considero que para SER feliz debemos conectarnos con la pregunta `quién soy´ que nos lleve a descubrir nuestra identidad esencial, esa que habita en nosotros desde que somos niños exploradores, en donde instintivamente nos sentimos mejor en un espacio, que en otro. En uno deseamos permanecer y en el otro tener alas y volar.... volar lejos.
La identidad esencial está en nuestros sentidos: allí donde los sabores me gustan, las melodías me elevan, las conversaciones me conmueven, las actividades me apasionan, los paisajes me emocionan y el clima se siente bien con mi piel.... allí me quiero quedar. Allí soy feliz.
Y también reside allí donde respeto mis espacios. Si por algún motivo estoy triste y me dejan estar triste, soy feliz, aunque suene paradójico. ¡Claro que soy feliz! Porque si quisieran llevarme a una fiesta para levantarme el ánimo, “así te pones contenta” me sentiría incómoda en mi piel, cuando lo que realmente quiero es quedarme en casa.... llorando, doliendo. Siendo yo.
No necesito estar todo el tiempo contenta, o tener breves momentos de felicidad, necesito SER feliz y eso se logra cuando respeto cómo estoy – triste, alegre, melancólica o eufórica - y logro ser lo que yo QUIERO y PUEDO ser, y no lo que la sociedad me diga que debo ser. Todo, por supuesto, sin hacer daño a los demás. No puedo SER feliz a costa de la felicidad de los demás.
Por eso considero que vivir una vida auténtica -con todos sus matices agridulces- es vivir una vida feliz.
Y si hoy pudiera hablarle a esa niña a la que no elegían y odiaba el “quemado” con toda su alma, le diría que se quede tranquila, que algún día podrá volar lejos de ese juego tan violento, y colmado de jerarquías y poder. Algún día va a abrazar quién es y aprender a decir: NO ME GUSTA ESTE JUEGO, YO NO JUEGO MÁS.
Entonces va a ser feliz.
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Para despedirme les dejo un tema impresionante, que me conmueve infinitamente. No se pierdan la letra:
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