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Los grandes no lloran

Ando sensible. Vulnerable. Permeable. 

Observo las flores en tonos púrpura y me conmuevo, jamás había visto un color similar en otro lugar que no fuera en la naturaleza. Entonces dirijo mi mirada hacia los árboles de mi barrio, que son muchos y de diversos tipos, todos pintados de una variedad de verdes incontables y siento a mi corazón estremecerse. Diego me trae una hoja caída del limonero de nuestro patio y me invita a sentir su aroma, tiene un perfume cítrico profundo, delicioso, embriagador. Me emociono.  

Leo algunas páginas de mi última lectura y lloro. Luego me adentro en las historias de vida que narro para mi trabajo, todas signadas por espíritus rotos y vueltos a renacer, fuertes, resilientes, y mis lágrimas vuelven a brotar incontrolables.  

Regreso a casa en tren y un hombre indigente que huele a alcohol barato les pregunta a los niños que están a mi lado si están disfrutando de sus vacaciones, “aprovechen que se acaban”, les dice, y una de las niñas le sonríe con timidez mientras su madre, que se encuentra a unos metros, contempla la escena con una mirada temerosa. Cuesta confiar. Y yo cierro mis párpados tratando de contener mi emoción, desbordante. Por suerte a mi garganta cerrada por la angustia la puedo disimular.     

Simona, mi gata, me recibe como siempre en la puerta, me persigue hasta el baño, luego a la cocina, se frota entre mis piernas y estoy convencida de que me sonríe. La miro y en silencio, como casi todos los días, le agradezco por existir, por su lealtad, por su amor, por acompañarme durante los últimos dieciséis años. Y tal como me sucede con todos los seres que amo, estoy convencida de que vivirá por siempre. 

Mami me habla de un tema relacionado a su salud y lloro. Pato me dice que está triste y lloro. Gaby me cuenta que su hijo está viviendo una experiencia bellísima para su alma y lloro con su llanto de felicidad. Veo a mis sobrinas reír a carcajadas a través de los videos que me llegan de países distantes y lloro, lloro de emoción por verlas tan felices. 

Lloro. 



“¿No cierto que los grandes no lloran?”, me preguntó la pequeña Leti hace un tiempo. “Claro que lloran, linda”, le respondí sorprendida, “Mientras tengamos el corazón abierto, en la vida nunca dejaremos de reír ni de llorar”. 

“Es verdad, los grandes lloran”, nos confirmó apenas unos días después, “El otro día la vi a abu llorando. Está bien que lo haga, ¿no?”. “Muy bien”, le dije. 

Las observaciones de Leti me dejan pensando. De niña, también creí en algún momento que los grandes no lloraban. ¿Por qué será que tendemos a querer ocultarles el dolor y la vulnerabilidad a los más pequeños? No queremos que nos vean sufrir, no deseamos afligirlos, asustarlos, preocuparlos y, sin embargo, creo que al final del día no es ese el mensaje que les estamos dejando.  

Al ocultar nuestras emociones transmitimos que la vulnerabilidad es un estadio permitido mientras somos niños y que es un sinónimo de debilidad. Que cuando crecemos nos volvemos fuertes y somos capaces de superarlo todo a capa y espada, sin penar.  

“No llores”, “no estés triste”, nos acostumbramos a decir. Escondemos nuestra fragilidad tan humana y en ese mecanismo mentimos y, junto a esa falsedad, les enseñamos a sentir vergüenza por su propia naturaleza endeble.  Al fingir, sin darnos cuenta les expresamos entre líneas que las emociones deben ser domadas, entonces, si no lo logran, llega la culpa por llorar, culpa deprimirse, culpa por angustiarse, culpa por sentir. Niños que se vuelven adultos siempre presionados por estar bien.  



Tal vez, ocultando nuestras penas no los estemos protegiendo, sino que estamos entrenando futuros corazones congelados, adormecidos, anestesiados.  

Tal vez, si nos animáramos a mostrarnos sinceros en nuestras emociones, les estaremos diciendo: el ser humano es capaz de caer, doler y llorar en el peor de los infiernos, para luego renacer de sus cenizas y salir fortalecido. 

El ser humano que siente con intensidad, vive con intensidad.  

El ser humano que abraza la vulnerabilidad, abraza la fortaleza. 

Doler está bien. Y sería bello que no lo dudemos desde niños. 
Tal vez, evitaría muchas otras dolencias. 

* 
Me sirvo una copa de vino, me deleito con los aromas de las especias que le estoy poniendo a mi comida, escucho cantar a Shirley Manson, y lloro. 

“Me dices que no me amas  
mientras tomas una taza de café 
y no puedo evitar mirar hacia otro lado.  
Un millón de millas entre nosotros,  
planetas chocando hasta hacerse polvo,  
y yo simplemente dejo que se desvanezcan....” 



Comentarios

  1. Cómo no gustarme tu sensibilidad. Llora Carina, a nosotras muchas cosas nos hacen llorar, somo parecidas de sensibles. Yo lloro a veces con la emoción que me producen los árboles añejos, les tengo tanto respeto, como a ti. Abrazo tierno.

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  2. Felicitaciones la sensibilidad es hermana de la dulzura y tu posees ambas cosas,gracias por existir, te cuento yo tmbn llore y mucho llorar es el mas genuino de los sentimientos

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    Respuestas
    1. Gracias por tus palabras! Me alegra que puedas estar en conexión con tus emociones. Todo lo mejor!

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