“No pierdas las esperanzas”, me encontré diciéndole a una amiga la otra noche. “Lo que tenga que pasar con él, pasará”, rematé y, al hacerlo mis otros yos, sarcásticos, se burlaron de mí y se retorcieron de la risa.
Es que nuestras palabras esconden cárceles y liberaciones y esa expresión, ESPERANZA, es un término que creo que contiene un poco de aquellos dos mundos contrariados.
Desde muy joven, tengo una relación de amor odio con esperanza, una de las palabras más adoradas y utilizadas en nuestro idioma. Una que en español la siento agridulce. La escucho bella, positiva, prometedora con sus aires de “mañana será mejor”, “todo llega a su debido tiempo” y sus “será cuando deba ser”. Ella fluye tan paciente, tan futurista, tan colmada de posibilidades y tan, pero tan... esperanzadora.
Pero a veces cae en un estado de pura espera. Y tanta es la espera, que en muchas ocasiones se distrae en su adormecimiento provocado por la inacción. Es que la esperanza vive esperando y, claro, uno puede esperar y seguir esperando toda una vida.
Por eso están esas veces que creo que debemos perder un poco la paciencia y dejar de esperar.
Debemos perder en esperanzas y ganar en movilizaciones. Porque ese “mañana será mejor” solo es posible construirlo de la mano de presentes activos; porque hay algo llamado tiempo, que es infinito para el universo, pero limitado para nosotros. Porque, en definitiva, de tanto esperar un día ya no quedará ni la posible espera.
“No pierdas las esperanzas”, le había dicho a mi amiga. Y entonces recordé aquel año, a los quince, cuando por primera vez hubo un chico del secundario que me gustó de verdad. Era más grande y yo lo seguía con la mirada en todos los recreos y le sonreía. “Dejá de mirarlo que se va a dar cuenta. Aprendé a disimular”, me aconsejaban mis amigas. Pero yo, que era tan principiante en materia de estrategias y amor, no comprendía el razonamiento. “Pero cómo va a saber que le gusto si de alguna manera no se lo hago saber. ¿Tan solo debo estar a la espera de que suceda un milagro?”, exclamaba.
Los meses pasaron y llegó ese mágico día en el que una de mis mejores amigas apareció con un par de entradas para la fiesta de egresados del objeto de mi afecto. “Mi hermana egresa con él y le supliqué que me dé una para vos”, me dijo y yo creí que me iba a desmayar.
Los días transcurrieron entre oleadas extremas de adrenalina y nervios. Que qué me pongo, que si le hablo o espero o nada. Finalmente, el mundo estratégico adulto había hecho su entrada triunfal; aquella noche decidí hacerme la interesante: apenas lo miré brevemente, me dirigí hacia la barra a pedirme una Sprite y mientras esperaba, esperé.
De pronto, una mano rozó mi cintura, giré sobre mis talones y ahí estaba él, tan Ken con una sonrisa de oreja a oreja. “Nos miramos todo el año. Un poco más vos que yo, creo”, me dijo. “Sí”, contesté entre risas nerviosas. “¿Querés que en las vacaciones salgamos?”, “En pocos días me voy de viaje por muchos meses", contesté.
Tal vez a la vuelta, tal vez nunca, no importaba, él me había hablado y me había invitado a salir. Tal era la sensación de triunfo, que cuando llegué a casa salté en la cama de felicidad y me reí sin parar como la nena que era. ¡No había hecho mal en hacerle notar que me gustaba! Mi primera lección estaba bien aprendida: en la vida hay que ser artífice del propio destino para que las cosas sucedan.
Y el otro día, al recordar esta pequeña historia mínima de amor, rememoré la cantidad de veces que, en el enrosque de la adultez, perdí ese norte tan claro de la adolescencia. Porque, a pesar de lo simple de aquella historia, su moraleja debería haber sido varias veces reflotada en diversos escenarios de mi existencia: la esperanza solo logra ser verdadera reina cuando anteponemos nuestro coraje y nuestra acción.
Sí, esperanza siempre me resultó una palabra agridulce. Amarga cuando nuestra vida se convierte en tan solo eso: pura espera; dulce cuando tomamos las riendas de nuestros destinos y nos movilizamos para sembrar nuestra tierra, para luego dejar que arribe aquella otra espera necesaria y alegre, la espera prometedora y que anticipa que nuestro esfuerzo y nuestro coraje, tarde o temprano dará sus frutos y habrá valido la pena.
“No pierdas las esperanzas, pero invitalo, hablale y hacele saber”, le dije finalmente a mi amiga “Solo así se van a abrir los caminos y con el tiempo surgirán las respuestas”.
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Ustedes, ¿Se impacientan también a veces cuando todo se vuelve pura esperanza?
Me despido con este enorme tema:
Muy bueno!
ResponderEliminarQué bueno que te gustó! Saludos
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