A veces, cuando me cuesta dormir, escucho a través de mis auriculares el sonido de la lluvia y de lejanos truenos que resuenan de fondo. Hay una grabación que dura horas y horas y se siente tan real, que me transporta a otras dimensiones.
Algunas veces imagino que estoy en una cabaña pequeña en el medio de una selva inmensa; allí me resguardo y disfruto de las gotas intensas que, como manto protector, no permiten que nada traspase mi serenidad; en otras ocasiones, fantaseo que estoy en una carpa al borde de un arroyo, junto a un bosque frondoso, acompañada de esa sensación de la lluvia que me rodea y yo ahí, bajo mantos abrigados, me siento embriagada de un placer extraño y elevador.
No sé qué es exactamente lo que provoca en mí tanta emoción sublime. Tal vez sea la sensación de la soledad protegida, el puro goce de un aquí y ahora inevitable y envuelto por un sonido hipnótico, sanador. No lo sé, pero sí sé que la idea y el murmullo de una lluvia cayendo desde cielo me calman, me obsequian una paz instantánea e inquebrantable.
Pero el otro día, con ese mismo sonido de fondo, algo extraño sucedió. Caí en un dormir ligero, de esos en donde la realidad y lo onírico se funden. En mi sueño llovía, claro, diluviaba un manto denso de agua que parecía que duraría hasta el infinito. Y allí, en un paisaje demasiado urbano en comparación a mis fantasías, surgieron varios humanos. ¿Qué hacían aquellas personas en mi dimensión privada?
De pronto, un rayo cercano seguido de un trueno. Luego otro y otro, hasta que uno de ellos le pegó directo a uno de los transeúntes, que caminaba con monotonía de acá para allá, hacia ningún lugar. “¡Lo va a matar!”, pensé horrorizada. Pero, al contrario de lo esperado, la sacudida eléctrica lo hizo tambalear hasta caer, sin aniquilarlo. Asombrado, este miró a su alrededor y tembloroso se puso de pie y siguió.
Siguió hasta que un nuevo rayo le dio de lleno en su cuerpo ya totalmente erguido. Otra caída, otro levantarse. Con fascinación observé cómo la escena se repetía, una y otra vez. El hombre ya miraba al cielo con aires desafiantes, se reía más vivo que nunca y su mirada era de fuego; parecía que la electricidad lo hubiera fortalecido.
Y yo ahí, deslumbrada por la situación sentí una mezcla de miedo y adrenalina. “Quiero un poco de ese rayo”, pensé. Entonces me acerqué y justo ahí, cuando la electricidad caía sobre mí, un trueno de mi grabación me despertó a la realidad.
Sentir intensamente. Eso había escrito como deseo para el 2019 ese mismo día, unas horas antes. De tener el coraje para luchar por acercarnos día a día un poquito más hacia la vida que nosotros elegimos y no la que nos dicen que debemos tener. De vivir de manera auténtica, vulnerable y permeable a todas las emociones. De no adormecerlas. No adormecernos.
Y después de aquellas palabras, a través de mi sueño, llegaron los rayos con una electricidad letal que, si realmente nos diera de lleno, casi seguro nos mataría. Y a la mañana siguiente, en las calles, nos pude ver a todos los transeúntes ahí, autómatas, comprando con nuestro celular en mano algún regalo más para estas fiestas, aplastados por la humedad, desconectados de las miradas y bastante carentes de sonrisas. Y sí, confieso que añoré que nos parta un rayo, uno que no nos mate, más bien uno que nos devuelva a la vida.
Ante aquel deseo, fue allí que surgieron en mi mente esas tantas historias que me tocó escribir durante el último año. Testimonios de personas al borde de la muerte y que, al mirarla a los ojos, tan de cerca, finalmente aprendieron a vivir.
¿Acaso necesitamos sentir que realmente podemos morir mañana para aprender a vivir? ¿Acaso precisamos de un golpe de electricidad para conectarnos con el profundo sentir?
Pareciera que necesitamos de una advertencia que nos obligue a mirar y observarnos en nuestra realidad: ¿estoy donde quisiera estar? ¿Estoy viviendo la vida que quisiera vivir? ¿Cuántas máscaras llevo acumulando en mi vida para vestir y fingir en cada ocasión y lugar? ¿Vivo con sinceridad?
Aún recuerdo aquellos días en los que prefería no sentir demasiado. Y fue mucho después que comprendí el por qué. El sentir profundamente surge del animarse a vivir sin máscaras, de vivir desde un ser auténtico, con la verdad. Y en muchas ocasiones, serse y ser genuino es uno de los desafíos más titánicos de la existencia. La respuesta a la pregunta ¿estoy viviendo la vida que quisiera vivir? puede ser cruel. Muy cruel. Entonces tenemos dos opciones: nos adormecemos para ni siquiera planteárnoslo, o elegimos la verdad, sea cual fuera. Y recién con la verdad sentiremos intensamente: amor, felicidad, tristeza, miedo, angustia y más. Y con las emociones reales en mano, sabremos qué elegir y qué cambiar.
¿Pero es realmente necesario sentirnos morir para empezar a vivir?
El otro día, cuando volví a dormirme con mi sonido de lluvia y truenos, anhelé no soñar con electricidades que nos despierten a la vida. Deseé hacerlo con esa misma paz que siempre me trajo aquel ritual envolvente; lo quise así, porque siento que somos capaces de sentir intensamente sin necesidad de advertencias extremas y externas.
Existe una alarma suficiente, que está puesta todos los días y que habita en nuestro interior. Lleva el nombre de amor, libertad y verdad.
Solo hay que tenerla siempre activada.
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Me despido con este tema, que siempre me fascinó:
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