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“Contacto”: nosotros, los otros y el miedo a lo diferente

Ese día me encontraba en un tren no muy poblado en un estado de ensoñación plena. Las imágenes a mi alrededor me resultaban extrañas, como la representación de una escena teatral sin trama, sin protagonistas, ni razón de ser. El todo y la nada misma de la vida salpicada en una sucesión de segundos, devenidos en minutos efímeros y que transcurrían en ese no lugar transitorio, en un espacio y tiempo compartido con seres que lo más seguro es que jamás volvería a ver. 

A unos metros, un violinista de pelo largo y vestido en tonos beige comenzó a entonar melodías rock en sus cuerdas tensas y agudas. Dejé mis auriculares de lado para escucharlo y observar la velocidad de sus movimientos y la expresividad de los gestos faciales, que acompañaban la intensidad de los momentos más complejos de la pieza. 

Iba parada, apoyada en un descanso y frente a mí pude ver a un puñado de oficinistas, hombres y mujeres absortos en sus celulares y a una chica con el pelo tirante y anteojos leyendo “Contacto” de Carl Sagan. Vi la película, pensé, una que forma parte de mi lista de favoritas y que me provocó un sinfín de sentimientos inolvidables; una en donde la protagonista se obsesiona por contactar a seres extraterrestres, de otros rincones de nuestro universo 

Seguí mi paneo visual y a lejos pude distinguir una mujer que tal vez procediera del norte, intentando domar a sus varios pequeños hijos, inquietos y que se veían agotados; más allá, a esa adolescente que suele estar siempre repartiendo papelitos con letra manuscrita fotocopiada y que pide una ayuda para darle de comer a su bebé y, llegando desde el otro vagón, a un hombre con discapacidad, que también suele pedir en el tren y que no tiene piernas.  

Allí estaba yo, rodeada de seres en sus propios planteas sin lazos. Inmersa en una tierra que se pregunta cómo sería contactarnos con otros mundos, pero que apenas sí puede lograr comunicarse con sus semejantes en el propio. Y sentí, como tantas otras veces, que no nos miramos, porque nos da pavor ver ante nuestros ojos a una sociedad evidentemente fragmentada, una en donde le tenemos miedo a lo diferente.  



Y así, sumida en estos pensamientos, algo más diverso aún aconteció en el trayecto. Bajaron unos cuantos pasajeros y, entre los que ascendieron, había dos hombres altos, muy corpulentos y con el color de su piel tan negra como el chocolate más oscuro. Al lado de mi descanso se habían desocupado dos lugares y allí se sentaron ellos. 

Uno de los dos, evidentemente cansado, se recostó sobre el hombro de su compañero, y lo hizo de la mano en un gesto amoroso y, en un segundo, todos miraron con rostros asombrados: lo hizo un nuevo músico, otra joven que pedía, los oficinistas, las madres y cualquiera que pasaba caminando por ese determinado pasillo del tren. Y de pronto, el escenario fragmentado estaba unido por algo más diferente aún. Pude observar las miradas sugestivas y los cuchicheos de los que viajaban acompañados, y sentir como en el aire se respiraba cierto miedo a lo distinto.      

Entonces recordé lo que explica la antropología: eso de que el ser humano tiende a agruparse en “iguales”, hombres y mujeres con los mismos principios, gustos, hábitos, reglas, religión y costumbres, y todo aquello que no es “como uno”, es un otro, un extraño, un diferente y al que, de manera instintiva, le tenemos miedo. Es el miedo a la Otredad, como lo llaman los investigadores, a todo aquel que es un espejo que devuelve una imagen extraña y que nos demuestra que existen otras visiones del mundo, otros colores, otros pensamientos, otras formas de vida que pueden cuestionarnos y poner en jaque el propio mundo. 



Y cuanto más miedo a lo diferente tenemos, más prejuzgamos, más enjuiciamos, más humanidad perdemos y menos empatía desarrollamos.  Porque no solo no nos atrevemos a mirar de cerca al carenciado, al de origen diferente, o a aquel que vive con una discapacidad, sino que también nos cuesta observar en detalle al que elije una vida por fuera de los mandatos clásicos: al artista suelto, al viajero sin tour, al que decide no tener hijos, al que abraza su esencia, su sexualidad, al que emigra, al que suelta el deber que lo ahoga para perseguir su propia paz, su propio rumbo. 
Nos da miedo, porque son un reflejo de que es posible vivir diferente y ser feliz y eso nos obliga a cuestionarnos si nuestras elecciones de vida son propias o si, en el fondo, vivimos en automático según nos dictan y para ser parte de un “nosotros” aceptado. 

Sí, siento que mirar de verdad nos interpela, nos cuestiona y por ello, muchas veces, preferimos no hacerlo porque ¿qué pasa si nos despertamos y nos damos cuenta de que vivimos para que nos quieran, para pertenecer, para que el “nosotros” asignado no nos rechace? ¿Qué pasa si nos damos cuenta de que nos hacemos la pregunta del éxito social, pero no nos hacemos la pregunta de la felicidad? ¿Qué para si al observar que se puede ser un poco más libre, nos damos cuenta de que vivimos fingiendo? Sí, eso creo que nos da mucho miedo, por ello más fácil es no mirar y creer que nuestra forma de vida es la correcta, y juzgar al que vive distinto como el equivocado.  Es mucho más fácil eso, que cuestionarnos, empatizar y atrevernos a cambiar.

Allí estaban los dos hombres: negros, inmigrantes y, por lo que parecía, homosexuales. 

Allí estaban ellos, toda la otredad y diversidad junta, cuando de pronto una chica y un chico adolescentes pasaron por delante de ellos, les sonrieron y ellos devolvieron la sonrisa. 

“Contacto”, pensé, y mi corazón se inundó de esperanza.   

***

Me despido con este tema inolvidable: 



Beso, 
Cari 

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