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Aprender a danzar con el enojo



Entre la sensatez y los sentimientos, hay momentos en que mi danza espiritual se transforma en un baile arrítmico, alocado, frenético. Y entonces, inevitablemente, esos océanos que habitan en mí provocan contracorrientes, choques de aguas eufóricas que generan olas tan inmensas que se vuelven indomables para mi alma. 

Es ahí es ahí cuando pierdo el control y todo desborda. 

Todo explota. 

Todo llora. 

Sucede por ese maldito enojo contenido, esas palabras no encontradas, ese querer suavizar la vida para mantener en pie el castillito mío llamado paz a capa y espada, cueste lo que cueste. 

Pero detrás de los muros que protegen mi fortaleza no hay aire, hay emociones, y las emociones son como el agua, SON AGUA. Y el agua trae la vida y la muerte, el agua contiene ira y tranquilidad. 

Con ciertos vientos el agua crece o baja. Y en crecida empuja, implacable. 

Entonces, aquellos muros míos tan celosamente construidos se resquebrajan hasta ceder y estallan en una oda de furia.  

Exagerada. Épica. Dramática. 

Sí, definitivamente esa es mi epopeya con el enojo contenido. Es mi dilema al no darme cuenta de que “cueste lo que cueste”, a veces cuesta demasiado. 



Enojo. Soy una convencida de que manifestar nuestro enojo no es gritar, insultar o jugar las cartas de la indiferencia, las malas caras y la mudez. 

Saber expresar el enojo siento que es poseer la capacidad de hablar con tranquilidad acerca de lo que no funciona, lo que nos duele, lo que lastima. Es dejar brotar aquello que va en contra de nuestra esencia y amor propio.  Y en ese expresarse las palabras pueden ser suaves como hermosas plumas, pausadas en su danza cuando flotan en el aire para llegar claras 

Pero ahí yace el problema, creo yo: en tener la capacidad de decir las cosas que nos afligen, nos enojan, de manera clara. Muy clara. Sin acertijos, ni vueltas infinitas.  

Y hablar claro significa hacerse entender y, ante el entendimiento, sobrevienen las decisiones, los cambios, los finales y los nuevos comienzos. Y, por supuesto, todo eso asusta. Y ante ese miedo elegimos el camino encriptado, el sendero del “no digo lo que realmente siento, porque mirá si me lleva hacia definiciones que no sé si me animo a afrontar”. 

Pero es así como, entre velos y ladrillos, contenemos lo insostenible. Hasta que un buen día explotamos y, con esa explosión, llega el peor de los enojos, el destructivo, aquel en donde solo se pierde. Allí, nos liberamos de todo de la peor manera, y no sólo de todo, sino de lo que ni en sueños sentíamos ni teníamos intenciones de manifestar y, como consecuencia, el castillo de nuestra paz se derrumba ante nuestro espíritu afligido, irremediablemente. 

Y entonces, aparece aquel otro enojo más profundo aún: nos enojamos con nosotros mismos. 

Lo hacemos por nuestra terrible reacción de difícil retorno; por no haber hablado a tiempo, por no haber accionado cuando era necesario, por haber cubierto todo aquello que debíamos develar... y nos sentimos mal y arrepentidos.  Y tan enojados con nosotros. Muy enojados. 



Por eso, uno de mis desafíos hoy es el de aprender a danzar con el enojo sin que me domine en su baile frenético ni me ahogue entre muros rotos. Para ello, cada día me recuerdo que expresar nuestras molestias de forma clara y directa no solo es un alivio para nosotros, sino también para los otros y para el mundo. 

Si somos capaces de hablar a tiempo y en buenos términos ponemos en evidencia nuestro valor. Aquellos que nos quieren bien, estén destinados a permanecer en nuestras vidas o no, apreciarán nuestro amor propio y nos respetarán por ello. Agradecerán que nos mostremos transparentes en nuestros pensamientos, acciones y sueños, porque eso no sólo permitirá que nosotros elijamos cómo proceder ante esa disconformidad expuesta, sino que les dejará el camino libre y despejado para que ellos también elijan. 

Cada día me recuerdo que debo dejar de fingir armonía cuando no la siento, expresar lo que me sucede sin velos y dejar de creer que, si expongo discordia y quiebro la paz, me querrán menos. Eso es soberbia. Es una trampa del ego. 

Porque sí quiero defender mi castillito de paz; pero el verdadero, el de mi paz interior. Y una buena defensa no debe plantarse desde un “cueste lo que cueste”, porque jamás debería costar el hecho de ocultar mis verdaderos sentimientos. Eso solo mantendría paz efímera y nunca propia. 

Eso, tarde o temprano, conduce a la explosión y a la destrucción definitiva. 

Y vinimos al mundo a construir, no a destruir, algo únicamente posible desde lo auténtico. 

Ustedes, ¿cómo se llevan con la danza del enojo? 

Me despido con una banda que simplemente amo. Un tema que comienza suave y explota como un enojo contenido. Para descargarse en un baile frenético y con una excelente letra.



Beso,
Cari

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