Recuerdo aquel día tan lejano, en el que mi alma iba cargada con el peso de mil piedras inamovibles. Me había enroscado entre las sábanas procurando que mis pies estuvieran bien cubiertos para que no fueran atacados por los monstruos impertinentes, que siempre andaban rondando a la espera de una oportunidad. En mi corazón se había instalado una angustia inexplicable, densa, y un sinfín de porqués sin respuesta. "No entiendo la vida, no entiendo para qué existo, no entiendo quién soy". Entonces, lloré por todo y por nada. Las lágrimas, alquimistas sublimes, deshicieron las piedras hasta convertirlas en polvo para que fluyan lejos, hacia el camino del olvido.
Respiré profundo y leí un capítulo de Sissi, pequeña reina. Las horas pasaron, imperceptibles; el sol cayó en un horizonte prometedor, y ese capítulo se transformó en diez, en veinte, hasta que, de pronto, no quedó ni una hoja por leer de aquel libro. Encendí la radio y me dejé llevar por la adrenalina que me provocaba sentir los sonidos New Wave de la música moderna; imaginé, una y otra vez, los mejores pasajes de mi lectura, de la fascinante adolescencia de Sissi; después, con alma liviana, bajé y compartí la comida con mi familia. Reímos mucho y fui feliz.
Aquel día, tan lejano, tenía doce años.
Hoy, treinta años después, soy esencialmente la misma niña. Hay días en que no le encuentro sentido a la vida; no sé para qué existo, de qué se trata ser un puntito en el universo, ni quién soy.
Pero, de pronto, todo encuentra su cauce y deja de importarme. Las angustias se esfuman cuando me conecto con mi esencia y comparto pequeños momentos con las personas que amo. Esa soy, la eterna emocional que llora por nada pero que, una y otra vez, levanta la frente, desafía los por qué de la vida e, indefectiblemente, vuelve a sonreír.
Sí, esa soy... Y desde niña que amo estar en soledad, pero lo hago, porque sé que también tengo la fortuna de poder compartir, reír, llorar y sentirme bien acompañada si mi alma así lo necesitara. No es lo mismo estar en soledad que sentir soledad.... Sentirse solo.
Hace un tiempo, escribí unas palabras respecto a este tema, que quiero volver a plasmar en este espacio:
"Esa mañana, inspirada por un libro llamado "Lo opuesto a la soledad", había estado buscando en el diccionario el antónimo de aquella palabra. El término contrario a la soledad como estado emocional.
"Acompañamiento", "Aglomeración", "Amparo", "Comunicación", "Concurrencia", decía el diccionario. Ninguna de esas palabras era el antónimo de soledad, ninguna transmitía la sensación de sentir la compañía, la sensación de sentirse contenido en la vida.
Es que sentir soledad es una emoción que puede experimentarse aun en una habitación llena de personas. Richard Bach dijo alguna vez que lo opuesto a la soledad no es la compañía, sino la intimidad...
Al parecer, es cierto que nos hace falta una palabra opuesta a ese sentimiento.
Hubo, sin embargo, un término dentro de la lista de antónimos que me llamó la atención: "Alegría". Decía que lo opuesto a sentirse solo es también alegría. Por ahí podía andar la cosa...
La verdad es que no sé cuál es la palabra opuesta a la soledad, pero lo que sí creo es que esa sensación, la de no sentir un penoso y desamparado aislamiento, se instala definitivamente en nuestras vidas cuando nos entregamos con todo el cuerpo y el alma al compartir.
Esa frase del libro (y película) "Hacia rutas salvajes", que dice que la felicidad es solo real cuando es compartida, considero que no es una frase hecha. Cuando compartimos, descubrimos que nuestras vidas pueden ser dispares, pero que las emociones no lo son. Las emociones son universales y al expresarlas algo mágico sucede: descubrimos que somos una multitud de personas, que somos un equipo y que estamos juntos en ese lugar llamado Tierra, juntos en este desafío llamado Vida.
El viernes, a medida que me acercaba a lo de mi hermana, que es un ser que con su sola existencia me hace entender que aunque esté perdida en el país más remoto de este planeta, jamás voy a estar sola, recordé algo que alguna vez me contaron. Un ritual que dos hermanas cumplían hacía años, todos los días y sin excusas. Lo cierto es que no necesitaban excusas porque ese ritual les hacía bien:
Cada noche se llamaban por teléfono y se contaban tres cosas buenas que les había pasado ese día. A veces, creemos que no podemos rescatar ni medio acontecimiento agradable, pero de pronto, cuando escuchamos a alguien a quien queremos del otro lado, nos damos cuenta de que ya tenemos por lo menos uno. Y así, de pronto, descubrimos que cada día -aun el peor-, tiene sus momentos para estar agradecido.
Este último viernes recordé especialmente estas palabras. Las recordé porque, a diferencia de anotar lindos momentos y atesorarlos en un frasco como suelo hacerlo, a diferencia de este mismo instante en el cual escribo y en el cual agradezco el aroma a tierra mojada que acaba de dejar la lluvia, ese ritual, la diferencia que tiene, es que es un ritual compartido. Es un ritual que no solo te hace apreciar lo maravilloso de la vida cada día, sino que también te hace sentir lo opuesto a la soledad.
Estamos en esto juntos. Hagamos que algo pase en este mundo.
Hoy, reafirmo mi deseo de que para estos días que vienen entendamos que somos miles de personas en este mundo, en el mismo presente, y que estamos juntos en esta vida; deseo que aprendamos el valor de compartir; y deseo que cada uno pueda encontrar sus propios caminos que lo conduzcan hacia lo opuesto a una soledad doliente.
Para despedirme, les dejo esta hermosa canción. No dejen de sentirla y escucharla...
Beso,
Cari
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