El espacio era ínfimo, pero en esa tarde de invierno se había estrechado aún más. Yacía en el suelo, abrazada a mis rodillas, acunando mi cuerpo con mínimos balanceos. Mi espíritu languidecía ahogado entre lágrimas, ropa, papeles y libros, que parecían querer hundirme hasta perderme, sin piedad.
¿Qué es lo que hacía ahí, en aquella buhardilla extraviada en el fin del mundo y entregada al desamor?, me pregunté, sin dejar de maravillarme por la belleza en el juego de luces que se filtraba por la pequeña ventana. Tierra del Fuego tenía eso, una luz especial en horas extrañas, transparente, pura en su rutina gélida.
“Es lo que elegí”, pensé sin cesar mi llanto silencioso. “Tampoco es que estoy tan mal y, al fin y al cabo, todo siempre pasa. No es tan grave, es el camino que tomé, un compromiso del que tengo que hacerme cargo”, continué en una catarata de autoconvencimientos engañosos.
Es que en esos días todavía confundía aceptación con resignación y creía que había ciertas cosas en la vida que no podía modificar. Eran así y lo mejor sería aceptarlas.
Tiempo después supe que sí existía un cambio posible, pero no me creía capaz de lograrlo; me encontraba encarcelada por el miedo. Entonces llegó aquel otro gran día en el que descubrí que en las profundidades de mi ser, entre mis laberintos y demonios, poseía el coraje de vencer mis temores y escoger un nuevo camino para mi vida.
Y en ese hallazgo emergió en mí la certeza de que, a la hora de elegir una existencia auténtica, es poco y poderoso lo que debemos aceptar, y NADA lo que debemos resignar.
Entendí que la aceptación es algo maravilloso, que nos regala una paz invaluable y un transitar liviano, que nos permite dejar de luchar en aquellas batallas equivocadas que no navegan hacia ningún puerto. Pero que ese aceptar es algo que solo corresponde aplicar a lo superior, a lo que trasciende nuestro derecho y poder, a todo aquello que está por fuera de nuestro control y no puede, ni debe, ni corresponde que sea alterado por mí.
En mis días de resurrección me pregunté cuáles eran aquellas cosas contra las que los seres humanos deberíamos dejar de pelear y simplemente aceptar, para poder transitar la vida con otra mirada y en paz.
“Acepto mi origen”, me dije.
No elijo dónde nacer. No elegimos los padres y hermanos que nos tocaron y todo lo que aquello pueda implicar. Aun en el peor de los casos, y donde el vínculo puede ser atroz, debo dejar de negarlo y aceptarlo. Porque con la aceptación llega el perdón, y con el perdón puedo elegir soltar y desvincularme de ellos o resignificar la relación. Sí, acepto mi origen, pero lo que no hago es resignarme a vivir en un entorno dañino, ni tampoco dejar de volar hacia nuevos horizontes si así lo necesitara, incluso viniendo de un nido inicial hermoso. Acepto de dónde vengo, pero elijo hacia dónde voy.
“Acepto que somos una construcción social”, reflexioné por aquellos días.
No niego que vivimos como sujetos sociales. Somos seres construidos y atravesados por un sistema de relaciones, reglas, hábitos y costumbres. Lo que decimos o hacemos tiene efecto mariposa, causa y consecuencias, afectamos y somos afectados, así como estamos insertos en una organización, que trasciende nuestra individualidad y funciona como colectivo. Entonces, por más que lo intente mil veces, no puedo ir a la panadería a comprar con billetes del estanciero, ni pagar la cuenta de luz con abrazos. Acepto que soy parte de un todo sistemático, pero no me resigno a que ese todo me corte las alas ni me fagocite hasta desdibujar mi propia noción de la libertad.
“Acepto que, así como yo habito en mi cuerpo y decido por mí, no puedo ni debo controlar las decisiones y pensamientos de vida del otro”, fue otra de mis sentencias.
Cada uno tiene un origen diferente, lo que lo lleva a sentir y pensar de otra forma. Así, debo aceptar al otro como un otro, pero no debo resignarme a permanecer a su lado si me daña.
“Acepto que el ciclo de la vida significa que todo lo que vive, muere”, me dije finalmente.
Morimos. Todos morimos. Y algunos antes de tiempo, para nuestro profundo pesar. Es parte de la ley de la vida. Debo aceptarlo y dejar de luchar contra ello. Acepto la muerte para amar la vida. Acepto la muerte, pero no me resigno a vivir la vida a medias, casi como si ya estuviera muerta.
En definitiva, acepto lo que no está en mi poder ni es mi derecho modificar, pero, si hay algo dentro de mi vida que ya no me pertenece y en lo que sí puedo incidir, deseo tener siempre el coraje para reaccionar. Porque si acepto lo que me lastima, no estoy practicando aceptación, estoy invadida por la resignación.
Por aquellos días en Tierra del Fuego, en aquella habitación asfixiante, yacía una mujer que se había resignado a vivir una vida que no debía aceptar.
Un día aceptó que mientras viva, jamás debía resignarse.
***
Para acompañar dejo esta maravillosa canción que me toca cada fibra del alma. Una sobre la aceptación de la muerte. Simplemente sublime.
Beso,
Cari
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