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Acerca de la libertad



A los 19 me fui de mochilera a Europa. Había estado tres años ahorrando para el pasaje y un ticket de tren que me permitiera visitar algunos cuantos países de aquel continente encantado: serví en una casa de comida rápida, di clases particulares y cuidé niños para llegar con lo justo a emprender la tan anhelada aventura.   

Era enero; Buenos Aires se derretía y aquellas viejas tierras estaban cubiertas por un manto grueso de nieve. El frío en mis pies y manos y la falta de sueño, me acompañaron durante toda la travesía; o casi toda en realidad. 

Todavía recuerdo los 15 grados bajo cero de Innsbruck, una pequeña ciudad salida de un cuento de hadas, revestida de blanco y recortada en un cielo de un azul diáfano, memorable. 
Mis retinas hicieron todo lo posible por capturar la magia de las montañas, las casas de techos a dos aguas y maderas a la vista, pero la helada, que cortaba mi rostro, dolía y me impedían pensar con claridad y distinguir las emociones, que se balanceaban entre la maravilla y el deseo profundo por yacer simplemente bajo una ducha de agua caliente. “Bella Innsbruck”, pensé, “Algún día volveré con suficiente dinero como para no dormir en los trenes, descansar en alguna hermosa posada cálida y disfrutarte con toda la animosidad que este lugar de ensueño merece”.  

Pero entonces llegó Roma.  

Roma azul, Roma cálida, Roma rebosante de rincones mágicos detenidos en la historia y colmada de personajes pintorescos, como la señora comprensiva que caminaba a todos lados con su loro en el hombro y que atendía la vieja pensión en la que me alojaba. 

Me enamoré de Roma, tal vez porque había podido comer y dormir después de varios días de manos heladas, y un simple bocado caliente y una cama abrigada me habían devuelto el alma. Pero seguramente me conquistó también por ser una ciudad hechicera.  

Y en Roma me perdí. Entre caminos ensortijados y colinas, en una tarde que ya había dejado atrás su último rayo, no supimos cómo volver. No estaba sola y mi compañera en aquella aventura lloraba. Y a mí me sucedió algo que no recuerdo haber vuelto a experimentar con tanta intensidad en la vida: me sentí libre. Allí, en las alturas, observé la ciudad a lo lejos, las luces enmarcando los monumentos y algunas pocas estrellas, y fui feliz. 

A la mañana siguiente caminé sola por las estrechas calles romanas con esa sensación de libertad que no sólo no había menguado, sino crecido. De pronto entendí lo que me pasaba: sentía que estaba suspendida en tiempo y espacio, en un instante de mi vida en el cual ninguna persona sabía en qué fragmento del mundo me encontraba: no conocía a nadie ni nadie me conocía. Exquisito, como si hubiera logrado desprenderme por un glorioso momento de las cadenas invisibles que nos sujetan toda la vida.  

Era 1994. Sin celular, sin internet y con un llamado cada siete días a la Argentina. En ese paseo romano, en ese mismísimo instante, faltarían más de veinte años para tener el chat familiar, donde las fotos del momento y las ubicaciones nos llegan de manera instantánea.  

En aquel paseo iba sin cámara, sin teléfono, sin GPS y sin la adicción del aviso constante e inmediato. Yo iba libre. 

Libre de las cadenas de una tecnología que hoy amo y odio. “No newsgood news, me decían mis padres antes, en una época en donde no tener novedades significaba que todo estaba bien, porque las malas noticias corren rápido. Hoy no lo permitimos, hoy nos suena a imposible estar más de cinco días desconectados (como era mi caso en Roma), sin que los que nos conocen sepan si estamos en Praga, Londres, París o en un tren.      



Libertad. A veces pienso que es una ilusión. Somos sujetos. Estamos sujetados.  

Sujetos con fuertes lazos a nuestra identidad otorgada, sujetos a un sistema administrador de nuestros deberes, que incluyen al ocio programado de las vacaciones y el fin de semana. Sujetos a una educación regulada para servir en un mundo que nos necesita funcionales; sujetos a nuestros derechos y obligaciones, para no desestabilizarnos y desbarrancarnos en una tierra que, a pesar de todas sus cadenas y reglamentos, no deja de sucumbir en las guerras.  

Dicen que no sabríamos qué hacer con una plena libertad, una que, por imposible, ni sabemos lo que significa. Que si pudiera ser real no la podríamos trascender, sobrevivir. Dicen que el ser humano precisa de ciertas cuerdas para no ahogarse en la angustia de la incertidumbre.  

Tal vez sea cierto.  

Pero no por ello es menos real lo que sentí aquellos días en Roma. Quizás haya sido una emoción espejismo en medio de una vida regulada, pero lo experimenté. Vivencié esa exquisita dicha de ser un simple anónimo en el Universo y que nadie sepa qué estoy haciendo y dónde estoy parada. Desanudada, desatada y dueña de mis propios pasos. 

Y entonces hoy, en el 2018, comienzo a entender que nos encontramos sumidos en aquella libertad relativa del sistema en el que estamos insertos, pero que hay otras cadenas que no son obligatorias, pero a las cuales, aunque suene increíble, nosotros mismos nos encadenamos.  

Aristóteles decía que lo que diferencia al hombre del animal es la tecnología (Techné). Que el hombre solo puede sobrevivir si transforma su entorno para abrigarse, refugiarse, comer... para no morir. Pero también decía que podemos dominar la tecnología o dejar que ella nos domine; y que debíamos entender cuáles son los límites de la ética y la moral a la hora de utilizarla. 

Límites. Palabrita que no se lleva bien con libertad. ¿O sí?  

Tal vez sí, porque tal vez los límites - que son inevitables para ser en sociedad-, son justamente lo que nos puedan acercar a esas sensaciones de plena libertad como la de mi cuento en Roma.  

Solitos nos atamos a las redes sociales, sin ir más lejos. Voluntariamente elegimos esas cadenas y sumamos más elementos en esta vida para estrechar nuestros movimientos independientes. Entonces, paradójicamente, limitar su uso nos hace sentirnos más libres, menos pendientes y adictos. 

En ciertas pequeñas actitudes se esconden ventanas que nos dejan respirar mejor. En mi caso, por ejemplo, cuando salgo a comer con mi novio evito llevar el celular. Ese es un límite, mi límite, y ¡vaya si no me hace sentir maravillosamente bien! 

Me hace sentir esa emoción bella y atípica de no estar siempre disponible, no estar siempre rastreable, no estar sujeta. Es un instante suspendido en tiempo y espacio. Como en esos días lejanos en Italia: una bella burbuja de sensación de plena libertad. 

Tal vez sea hora de observar con qué cadenas nos estamos atando por cuenta propia y buscar las llaves para destrabarnos, porque en un mundo donde de por sí nuestros movimientos son limitados, serán nuestros propios límites -saber decir no, basta, ya no lo elijo más, los que tal vez nos puedan abrir portales hacia una mayor libertad. 

Para despedirme les dejo este tema, sublime y en vivo desde Roma...



Ustedes, entre redes y celulares, ¿se sienten menos libres? ¿Les ha pasado limitar su uso para sentirse menos atados?   

Comentarios

  1. Hola Cari, siempre te leo y nunca te he escrito, hasta ahora que me siento totalmente identificada con tus palabras. Estoy en una etapa en la que quiero despojarme de todas las cadenas, las evidentes (redes sociales) y las sutiles, imperceptibles y poderosas, las mias, las que una misma construye. Para eso, deberé adentrarme en mis sombras, pero tus palabras fortalecen, a alguien le ha pasado, y a sobrevivido para contarlo. Gracias

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    1. Hola! Había escrito una respuesta hace unos fiad y veo que nunca se publicó... Te decía que es un enorme desafío... Se puede aunque la verdad no es fácil teniendo en cuenta nuestros mandatos y la sociedad en la que vivimos. Aun asi, si te animas a entrar en la cueva (como diría Aristóteles) se pueden vencer a los demonios para motir y renacer más libres :) te deseo todo lo mejor y adelante! A tener coraje!

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    2. *días y *morir ... Perdón, mi celular me puso cualquier cosa!

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