Una y otra vez, me descubro repitiendo ciertos hábitos de mi infancia. Como la otra noche, cuando en medio de la madrugada descubrí que mi pie se encontraba destapado, desprotegido, a disposición del coco y de los diversos monstruos que rondan en las penumbras. En un movimiento urgente lo arropé como corresponde para que ninguno de ellos tire de él y me arrastre hacia el inframundo. Con una sábana fue suficiente para sentirme resguardada, como si la misma contara con poderes especiales y funcionara como un campo magnético impenetrable. Y así, ya en calma y nuevamente protegida, proseguí con mis dulces sueños.
El miedo. Los miedos. Como todas las emociones humanas, siento que nos domina y nos libera. Que nos puede destruir por completo o, por el contrario, guiarnos por caminos de superación.
El miedo tiene luces y sombras, aunque las sombras tantas veces dominan...
El miedo nos moviliza o nos paraliza.
Desde los orígenes de la humanidad fueron nuestros temores los que nos instaron a buscar, día a día, los mejores refugios posibles para sobrevivir a los predadores –animales o humanos- con el fin de nos extinguirnos como especie. Así, y desde siempre, ante cada miedo la respuesta fue ese instinto de preservación reflejado en la inmediata precaución. La misma precaución que toma una madre al no darle su bebé recién nacido a un extraño por miedo a que no sepa cómo agarrarlo y lo dañe; el mismo temor que la mantiene en vela y alerta, por el simple pánico a que su pequeño deje de respirar.
Por ello, el miedo derivado del instinto de supervivencia nos moviliza. Mauriac, un escritor francés, decía en este sentido que “El miedo es el principio de la sabiduría”. Nuestro miedo a que nos maten, a morir de hambre, a caer en dolores físicos agónicos y tanto más, han accionado al hombre a desarrollar avances en todos los campos imaginables para vencer aquellos sucesos que nos generan insoportable pavor.
Hay un pasaje de Batman en el cual Bruce Wayne se encuentra prisionero en una cueva tan profunda, que para escapar debe dar un salto que lo llevará casi seguro a la muerte. Así, para alcanzar su libertad, él se dispone a probar aquella hazaña atado a una cuerda. Pero siempre falla. “Para lograrlo debes quitarte la soga y conectarte con el miedo y con tu amor perdido a la humanidad”, le dice un sabio. “El verdadero miedo a perder lo que amas y no volver a ver y sentir lo que realmente vale la pena en esta vida, te dará el impulso necesario para dar tu salto hacia la liberación”.
Conectarse con el miedo y enfrentarlo para superar los miedos más profundos... Ahí yace, creo yo, la luz positiva del temor. El miedo que, observado y reconocido, nos impulsa a la acción, a mejorar como seres humanos y a aferrarnos a la vida. Lo contrario a negarlo y perderlo por completo; dicho de manera sencilla, cuando perdemos absolutamente todos los miedos, no nos importa ir en una moto a 300 km por hora y sin casco, porque a esa altura ya nos da igual vivir que morir.
Sí, ese es el miedo que moviliza. Pero después está aquel otro, el peor, el que nos encarcela eternamente y nos sume en la desconfianza arrolladora: el miedo que paraliza.
Sófocles decía que para quien todo lo teme, todos son ruidos.
Cuando andamos temerosos vemos fantasmas en donde no los hay. Nos transformamos en prisioneros de los monstruos del pasado y de los demonios del futuro. Y todos ellos danzan alocadamente en nuestro único lugar concreto: el presente. El presente continuo, allí donde, presos del pánico, estaremos siendo sin ser: inanimados, en parálisis constante. Ahí no caben estados como viviendo, amando, ni avanzando.
Así, presos por los miedos a la incertidumbre, sucumbimos a la tendencia de temerle incluso al día que ni siquiera ha arribado. Nos transformamos en consumidores del miedo por adelantado. Y de pronto, sin darnos cuenta, el temor se instala como ancla encadenada a nuestros tobillos y se torna imposible caminar. Y sin movimiento, con la existencia petrificada, permanecemos muertos en vida y ya no hay razón de ser.
Huxley, en relación a la peor cara del miedo, decía que: “El amor ahuyenta el miedo y, recíprocamente el miedo ahuyenta al amor. Y no sólo al amor el miedo expulsa; también a la inteligencia, la bondad, todo pensamiento de belleza y verdad, y sólo queda la desesperación muda; y al final, el miedo llega a expulsar del hombre la humanidad misma”.
Aun así, aunque parezca extraño, a lo largo de mis días siento que fue mi miedo a paralizarme por miedo lo que, una y otra vez, me exhortó a reaccionar. Y en ese proceso mi miedo luz destruye mi miedo sombra, los presentes sonríen y los senderos se vuelven pura esperanza.
Y tal vez suene cursi, pero no me importa: el miedo, en su costado positivo, siento que es sinónimo de amor. Un amor que nos lleva a protegernos, preservarnos, huir de lo que nos daña y alejarnos del peor temor de todos: nuestra propia falta de estima y el miedo a uno mismo.
Eso sí, de noche seguiré durmiendo tapada.
Me despido con este tema de mi cantante femenina favorita. Piel de gallina, aunque no de miedo.
Muy lindo!
ResponderEliminarGracias!!!
EliminarMe encantó, Cari
ResponderEliminarQué lindo! Beso grande!!!
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