Cierta vez, a los trece años, me esguincé el tobillo tan severamente que me tuvieron que colocar un yeso. Sucedió mientras estaba de viaje de estudios durante un juego tan divertido, como bélico y cruel: el juego de las banderas.
El mismo, trataba de dos bandos – azul y rojo – que debían esconder sus tres banderas en algún rincón oculto del vasto bosque del predio que nos alojaba. Debíamos hallar las insignias del equipo contrario y en el proceso “eliminar” a la mayor cantidad de contrincantes posibles, a fin de reducir sus posibilidades de alcanzar el objetivo.
Cada uno de nosotros poseía tres vidas y, para identificarse, llevaba una cinta de lana del color de su equipo atada al brazo. Así, “los enemigos” se abalanzan, crueles, para arrancar las cintas y entregarlas al coordinador, también encargado de devolver hasta tres veces la vida de quienes la habían perdido.
Recuerdo que me dediqué a correr, huir, esconderme y escapar, una y otra vez, presa del pánico de que los varones, que solían andar en grupos de a cinco, no me atraparan con esa violencia que les veía inyectada en sus ojos.
Pero me vieron. Entonces corrí y corrí desesperada por los pastizales, pero no tuve escapatoria. Asustada y con el corazón acelerado al máximo, mi pie aterrizó de costado en un pozo, escuché un “crack” y me desplomé. Los muchachos, como lobos hambrientos, se lanzaron sobre mí burlones y sin piedad, y entre risotadas y sin oír mis pedidos de ayuda, me arrancaron el trozo de lana de mi brazo y me abandonaron a mi suerte. Inmersa en un dolor que me hacía saltar las lágrimas, me arrastré por el suelo durante unos mil metros, entre tierra y matorrales, hasta que por fin divisé un ser humano.
“En este juego no se gana huyendo”, me dijeron horas después. “Los que huyen, pierden. Ganan los que trazan estrategias y enfrentan la situación”.
Siempre odié aquel juego, tan metáfora de una vida en constante guerra externa e interna. Y, sin embargo, con el tiempo entendí que nuestra existencia transcurre tantas veces así, cargada de demonios que nos persiguen implacables; monstruos que tarde o temprano debemos afrontar, porque la vida no puede escurrirse en un eterno escape, un constante huir.
Por años había enterrado aquel recuerdo lejano de la adolescencia hasta que una tarde, en Tierra del Fuego, resurgió nítido en mi memoria dormida.
Emergió ante un descubrimiento, una verdad hiriente. Pude sentir como el dolor iba recorriendo cada centímetro de mi ser hasta coparlo todo, íntegro e implacable; lo hizo hasta alcanzar mi garganta y atragantarse, como bola densa de melaza y piedra. No lo quería sentir, pero no podía tragar, entonces solo pensé en huir. Corrí por las calles grises y áridas de Río Grande hasta la costa gélida. Allí, en una colina con pastizales y canto rodado, y desenfrenada por la impotencia, comencé a trastabillar y tropezar.
No lo sabía aún con certeza, pero faltaba poco tiempo para que me atreviera a enfrentar mis miedos y sus demonios. Mirarlos a los ojos. Estaba cansada de negarlos. Estaba agotada de huir.
Hoy, ante una frase acerca de los miedos, todos aquellos fragmentos de mi pasado vuelven a mí con una serena sensación de triunfo y aprendizaje. La sentencia dice:
“Cuando escapas te encuentras más propenso a tropezar”, Casey Robinson.
La leo, viajo en el tiempo, y me sonrío. En algún momento aprendí a dejar de escapar y me atreví a enfrentar mis propias limitaciones y temores más profundos. Me atreví descubrir el portal hacia una verdadera liberación.
Para seguir aprendiendo y elevarme:
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