“Me contaron que cuando te morís vas al cielo y ahí nacés otra vez, todo nuevito”, me dijo la hijita de Diego hace apenas unos días. Con sus siete añitos, el tono de su voz delataba seriedad mientras sus ojos me observaban solemnes, grandes. De pronto, intrigada, lanzó: “Si pudieras elegir entre seguir viva o morir ahora y que después puedas estar toda nuevita otra vez, ¿qué harías? Elegir morir, ¿no? Porque todo lo nuevo es más lindo, ¿no?”, continuó ella con curiosidad.
“Pero, ¿y cuánto dura nuevo lo nuevo?”, le pregunté. Leti me miró intrigada: “¿Unas horas?”, indagó. “Puede ser, ¿pero, y entonces, para qué querer siempre estar nuevitos si enseguida vamos a dejar de estarlo?”, le repliqué, divertida. “Mmmm es verdad, no, unas horas no... ¡Duramos nuevitos como unos 100 años!”, exclamó triunfal. “Bueno”, le dije, “Si es así, entonces estamos siempre de estreno”.
Nuestra breve charla quedó balanceándose en mi cabeza hasta en mis sueños; delirios deliciosos en los cuales diversos grupos de personas se elevaban hasta el cielo como ángeles para luego transformarse en recién nacidos dispuestos a recomenzar, una y otra vez, una vida terrenal.
Y así seguí al otro día, pensando en lo nuevo, lo joven, lo fresco y lo inmaculado. En el comienzo que invita a imaginar un futuro de ensueños, uno que aún no se encuentra corrompido, ensuciado, enchastrado y entorpecido por el uso propio de la vida. Puro potencial. Pura esperanza de lo nuevo, que dura lo mismo que el presente. Puro espejismo. Pura ilusión.
Fue entonces, que aquel tema que me anda pisando los talones por estos días, se hizo presente fuerte y contundente: EL TIEMPO. Aquella invención relativa, eso que apenas sí podemos percibir de forma semi concreta a través de nuestros amigos, que son nuestros espejos, nuestros pares, y nos marcan nuestro tiempo cronológico; uno que no equivale a aquel tiempo que se dilata en la soledad, o el que se acelera en la rutina, ni al que se elastiza y transforma en una dimensión propia cuando viajamos hacia otros destinos de esta tierra.
![]() |
© O L E G • O P R I S C O |
El tiempo, ese concepto inmortal pero perecedero cuando refiere a ese suspiro que dura una vida humana en la historia del Universo. Nuestro mayor tesoro y nuestro peor enemigo: sin él, no hay futuro, pero desperdiciándolo y dejándolo pasar, no hay nada. Y cuando corre sin sentido nos corroe el alma, porque es el tiempo y su tiranía, quien evidencia nuestras inacciones, nuestras culpas, nuestro grado de amor propio, nuestra idea del éxito, nuestros enojos, nuestras paces y nuestras propias mentiras.
Y le tememos al tiempo porque, como dijo Pitágoras, es el alma del Universo; él tiene tiempo para todos, pero es finito para el individuo. Y eso mismo, la consciencia de lo terminal y del poco margen que poseemos para encontrarle un sentido a la vida, nos sumerge en ese mar de miedos de los que a veces nos cuesta emigrar.
El tiempo es nuestro verdugo y nuestro libertador. Aunque también pura ilusión, diría Einstein.
Sí, así estuve, tan sumida por estas horas en preguntas acerca de lo relativo del tiempo y el sentido de la vida. Y, entre reflexiones abstractas y dudas existenciales, pude sentir que, como siempre, es por no poder dominarlo en su paso y controlarlo en su insolente independencia, que nos provoca por momentos ese pavor.
Un miedo que, como a todos aquellos otros temores que deseamos vencer, debemos mirarlo a los ojos para reconocerlo y transformarlo.
Transformarlo hasta abrazarlo y absorberlo pleno, completo y presente. No parcial y como si, al final, viviéramos de prestado. Sí, de prestado, porque, aun sabiendo que nuestra vida apenas sí transcurre como un suspiro, en ocasiones cometemos la torpeza de estrecharla todavía más.
“En mis épocas... en mis tiempos”, le escuché decir a tal o cual señor, a la abuela, al padre y a la tía; expresión tan repetida y que sale de la boca de casi cualquier humano que haya traspasado la barrera de los 40. Y entonces, al escucharla, me pregunto si, en el fondo, esa persona ya estará un poco como muerta, lo suficiente como para sentir que ya no pertenece al presente, que su vida quedó anclada en otros tiempos, en otra época, en “su época” que ya no es esta.
Vida estrechada, como si la infancia fuera una período de entrenamiento hacia la adultez y la ventana de la buena vida durara con suerte unos 25 años y, una vez sobrepasada esa brecha, nos expulsaran del portal para transformarnos en espectadores de un tiempo que ya no nos pertenece, porque claro, “nuestra época” ya ha pasado, como un paréntesis de vida intensa, que luego se convierte en recurso de nostalgia y sinónimo de que es en la juventud donde habita nuestro tiempo.
Y así, sin darnos cuenta, nos apropiamos aún menos de todas las horas que pueda durar una vida; saboreamos unas pocas y tomamos las que quedan de prestado.
Pero entonces, vuelvo a recordar a la pequeña Leti y a la idea de que es durante 100 años que permanecemos nuevos, y exclamo: ¡basta de vivir anclados en el pasado, anclados en los primeros años de juventud, atados por un ideal de lo nuevo de aquellos viejos tiempos! Porque mientras esté viva mi época siempre será esta, la única real, la presente y, es por ello, que no la observaré de lejos, como una extraña, con recelo. Este tiempo lo abrazaré completo, porque estoy viva y, por ende, ESTA ES MI ÉPOCA.
Pero y ¿qué creo que es abrazar el hoy por completo y sin vivirlo enajenada?
Ante todo creo que es dar y amar siempre, para sentir siempre. Pero, de igual manera, creo que implica no dejar jamás de ser observadora consciente, contemplativa y, a su vez, constante accionadora. En ese camino, siento que es esencial absorber los sentidos que despiertan los paisajes y las manifestaciones del arte presente en todas sus formas. Porque creo que es justamente nuestra curiosidad constante por descubrir las nuevas expresiones, la que nos conectará con esa sensación sublime de las primeras veces, más allá de nuestra edad. Porque un alma curiosa y conectada con lo que acontece en el hoy se mantiene siempre joven.
Es en un espíritu de búsqueda constante, que podremos descubrir nuevas formas, colores, letras y composiciones que nos resulten incluso más exquisitas que en otros años, aunque suene imposible. ¡Es increíble todo lo bello que se sigue creando! Tan solo se trata de descubrirlo, de tener ganas de animarse a seguir siendo exploradores constantes para no anclarnos en la nostalgia idealizada del pasado y comenzar a vivir el presente como tiempo propio, y no como no tiempo prestado.
Y así, viviremos 100 años de constantes estrenos.
Me despido con esta bella composición:
Ustedes, ¿tienden a quedar anclados en la nostalgia y acotar el tiempo pleno? ¿O son de abrazar esta época presente como SU época?
Comentarios
Publicar un comentario