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A veces sigo confundiendo empatía con simpatía



Sucedió hace unas cuantas semanas. Me encontraba en la fila del supermercado a la espera de mi turno, una instancia que me impacienta bastante en esta vida y que suelo consumir mirando mi celular, el techo, los productos cercanos, las caras de los extraños y los gestos del personal. 

De pronto, las palabras de la mujer que estaba pagando en la caja llegaron a mis oídos, nítidas: “No, no le digan a tu hermano que le queda poco tiempo de vida. Te lo digo por experiencia: nosotros decidimos no decirle a mi nuera en su momento y fue mejor. ¿Para qué pasar por esa instancia? Jamás hay que decirle a alguien que va a morir pronto. Se vive mejor sin saber”. 

Ella lo afirmaba con una seguridad arrolladora, como quien posee las claves de la vida, las verdades absolutas y a mí todo el diálogo me dio impotencia, indignación, hasta rabia. “Claro, claro”, le acotó la cajera, “Creo que tenés razón. Es mejor”.  

“Mejor para ustedes”, pensé yo con enojo, “No lo hacen por el otro. Ustedes se quieren ahorrar las posibles reacciones y emociones que todo eso conlleva y les provoca. Y en ese acto egoísta, le privan al otro de la verdad. Su verdad. Es su vida, su cuerpo, no les pertenece como para manipular a su antojo. Aparte, así le quitan la posibilidad consciente de elegir cómo vivir, qué decir, con quién compartir y cómo despedirse del mundo”.     

Pero entonces, en el camino de regreso y a medida que mi indignación menguaba, comprendí, una vez más, que a veces me cuesta ejercer bien esa palabrita tan de moda llamada empatía. 

La realidad es que, aunque día a día trato de mejorar como persona, por momentos no puedo evitar seguir confundiendo empatía con simpatía. Sigo teniendo el impulso de querer coincidir con los demás y que les suceda de igual forma conmigo. Continúo creyendo que casi siempre sé ponerme en los zapatos del otro cuando, en realidad, varias de aquellas veces lo logro tan solo si me siento identificada. 

Sigo mezclando el hecho de tener la habilidad de entender las situaciones con la capacidad de comprender las emociones. 



Una y otra vez, me tengo que recordar que ser empático no equivale a entender y acordar en la postura, la actitud, los pensamientos y los mecanismos del otro, sino que se trata de comprender que ese ser delante de mí es diferente y siente distinto. Es un otro, diverso, con una historia de vida que tal vez desconozca o que nunca viví, y que lo llevan a construir emociones propias desprendidas de situaciones que no me corresponden juzgar 

Entonces, puedo no coincidir bajo ningún punto de vista con alguien y, aun así, acompañar las emociones de aquella persona. Entenderlas. Porque, al fin y al cabo, estas son como tormentas, vientos y olas, tan difíciles de controlar. Llegan por razones que la mente apenas sí puede identificar y no encierran la mentira o la verdad. Porque las emociones son, suceden. Vistas así, siempre resultan reales y válidas. 

Y en eso me puedo sentir identificada, porque a mí también me pasa. También soy un otro que siente y busca, una y otra vez, ser comprendido desde la emoción y no desde la razón. Entonces, de la misma forma, quiero ser capaz de entender las emociones del otro, más allá del hecho de si sé interpretar correctamente qué es lo que las motiva.  

Porque, si me soy sincera, hay ciertas cosas en la vida – sin contar las atrocidades de la violencia humana- que simplemente no comprendo. Muchas. Cuestiones como la religión, los fanatismos enloquecedores hacia un artista, los fundamentalismos con las comidas, las cuestiones de la astrología, las infidelidades, la necesidad de paternalismos políticos, las mentiras que nos despojan de decisión e identidad, los celos en el amor, el mondongo y el gusto por el animal print... esas y más cuestiones son apenas algunos aspectos superfluos y no tanto, que se alejan de mi entendimiento. Por más que insista, no me simpatizan. 

Y no tienen por qué hacerlo. No tengo por qué entender. No debemos simpatizar con todo y todos. 
Pero tampoco tengo por qué señalar, juzgar, atacar, menospreciar y definir cómo debe sentir el otro en base a mis propios orígenes, procederes y creencias. 

Y, a veces, me descubro haciéndolo. Lo hago, porque sigo confundiendo simpatía con empatía. 




Simpatía es sentirse identificado con las actitudes y formas del otro. 

Empatía es respetar y comprender el estado emocional del otro a pesar de que no entienda las motivaciones que lo generaron.  

La empatía, creo yo, es conectar desde el corazón; la simpatía, desde la razón. 

Por eso hoy, al recordar la escena en el supermercado, sigo sin simpatizar con las razones de aquellas dos mujeres acerca de la verdad y la muerte pero, aun así, trato de comprender sus emociones, intento ponerme en sus zapatos y empatizar con ellas.  

Porque como dice Roy Schafer, “La empatía consiste en la experiencia interna de compartir el estado emocional momentáneo de otra persona”. 

Sigue siendo mi desafío diario: entender desde el corazón. Sin juzgar, sin opinar sentenciando. 

Aún me queda mucho por aprender. 

Para despedirme les dejo esta canción, uno de mis temas favoritos de todos los tiempos, que enfrenta la razón y las emociones. Imperdible la voz trasparente de ella, Paula Cole.  No dejen de escucharlo y atender a la letra.



Ustedes, ¿sienten que también confunden a veces simpatía con empatía? 
  
  

  

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