Si tuvieras la opción de elegir jamás volver a sentir pena, dolor, tristeza, ansiedad, pánico, miedo, que el corazón se te desgarre en mil pedazos u otro tipo de emoción que conlleve una angustia profunda, a cambio de renunciar también a la sensación de alegría, gozo, placer, amor, excitación, júbilo, regocijo o cualquier otro tipo de contento, ¿lo elegirías?
Podrías estar confortablemente adormecido... Flotar por la vida impermeable a la intensidad de los pequeños y grandes momentos de felicidad, pero inmune a las aflicciones, la depresión y el desconsuelo.
¿Lo elegirías?
Hace un tiempo atrás formulé esta pregunta y todos me respondieron que no, por supuesto que no. "Prefiero tener momentos de sufrimiento y momentos de felicidad, antes que renunciar a todo", me dijeron.
Prefiero sentir.
Y claro, pareciera ser una respuesta obvia a una pregunta que suena a sinsentido...
Sin embargo, a veces creo que imaginamos que elegimos sentir, pero en el fondo optamos por vivir confortablemente adormecidos.
Ese niño que yace en nuestro interior se va durmiendo. Ese espíritu curioso, preguntón, incisivo y que ama jugar a encontrar las formas nuevas en las nubes y correr sin rumbo fijo, se adormece. Dejamos de observar. Nos convertimos en meros espectadores secundarios de un mundo maravilloso y la magia de las primeras veces es reemplazada por pantallas de celulares, de televisores, de computadoras... por estupefacientes ilegales y legales, por constantes sonidos ambiente para evadir intimidades y ahuyentar nuestro miedo a la soledad.
¿Realmente elegimos sentir?
El otro día tuve uno de esos tantos sueños raros que me visitan por las noches. Estaba con mi sobrina, Isabella, de dos años. En él, ella me miraba a los ojos y me decía "¿Me acompañát a detcubdid el mundo?". "Vamos". Entonces abrimos una especie de libro mágico y nos metimos en él. Ingresamos a un espacio en donde había tres familias. La primera observaba a varios peces de hermosos colores nadar en una pecera gigante. A través del vidrio se podía observar a la segunda familia deformada por el efecto del agua. Avanzamos para mirarlos mejor. Todos sus miembros estaban con sus ojos puestos en sus celulares, abstraídos del mundo. La tercera familia estaba como los Simpsons, sentados en un sillón mirando su gran televisor. Abajo, en la página de nuestro libro tridimensional al que habíamos ingresado de coladas, se podía leer: ¿Qué tienen en común estas tres imágenes?
"Izzy, ¿qué tienen en común estas tres imágenes?", le pregunté a mi sobrina, que me miraba con ojos gigantes.
"Que las tres deforman la realidad", le expliqué. "Mejor salgamos de acá y vamos a explorar el mundo de verdad". "Tí, vamot", me dijo ella, colmada de alegría. Después, desperté.
¿Nos detenemos a sentir la vida? ¿O la vemos pasar? Me refiero a sentir a fondo, sentir con consciencia.
Estas últimas semanas, empujada por un ejercicio para destrabar la escritura, me propuse ir anotando las sensaciones, emociones y vivencias lindas... felices, y las sensaciones, emociones y vivencias feas, tristes.
En un comienzo, invadida por una angustia inexplicable, pude percibir que estaba absolutamente bloqueada. ¿Cómo poner en palabras enojos, tristezas y miedos intangibles? La lista de lo feo comenzó a alargarse... Pero como también me había propuesto percibir lo bello, me encontré a mí misma sonriendo ante el aroma del paquete de café recién abierto, sintiendo un placer exquisito en el roce de mi piel con el agua caliente, agradeciendo el vuelco en el corazón que me provocó el abrazo de mi sobrina, la sensación de paz que me invadió cuando sentí en mi cara las gotas de una lluvia tan anhelada, y mi sonrisa dibujada en la noche, al sentir la mano de mi amado en la mía.
Todas sensaciones que parecen tan pequeñas que, a veces, las adormecemos y las dejamos de percibir.
Entonces nos volvemos autómatas de la vida. Adultos mecanizados, sumidos en la excusa de que la rutina nos demanda y que ya no hay tiempo de jugar, observar, sentir y descubrir.
Sí, descubrir. Porque, aun de adultos, la vida está colmada de primeros momentos: una flor nunca vista, una palabra nueva, un cielo siempre diferente, un sabor desconocido, una tierra por conocer, un nuevo ser humano con quien conversar...
Creo que estamos confortablemente adormecidos y que, la mayoría de las veces, caminamos sin observar. Pero también siento que somos capaces de despertarnos y dejar de ser meros espectadores secundarios. Es cierto que la tristeza, entonces, será más extrema, porque el mundo realmente observado trae infinidad de injusticias que nos contrae el corazón de manera casi insoportable. Pero al mirar, podremos reaccionar, intervenir, ser partícipes activos y protagonistas. Podemos cambiar.
Y despiertos, con nuestros sentidos despabilados, volveremos a conectarnos con ese niño que siempre fuimos; ese, que encuentra gozo en los tesoros ocultos que pueda traer consigo un simple amanecer.
Ustedes, ¿creen que perciben y sienten a fondo? ¿O que de a poco se han ido apagando para no doler?
Para despedirme, podría compartir el tema obvio (Comfortably Numb), pero mejor vamos con la opción similar de la misma y enorme banda. Para mí, de las mejores de todos los tiempos. Y esta canción... qué decir... piel de gallina:
AYYYY Cari!!! Cuan ciertas tus palabras! Cuantas veces preferimos adormecer para no hacer frente a nuestra realidad. Cuanto miedo a la tristeza, a la angustia.... elegimos no sentir y cerramos tambien las infinitas posibilidades de alegría y felicidad.
ResponderEliminarHola!! Es que es tal cual decís.... adormeciendo el dolor, también nos volvemos inmunes a lo bello... digamos que lo dejamos de sentir en profundidad. Beso grande!
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