Desde que tengo memoria duermo liviano y sueño intenso. Recuerdo ser muy niña y sentir una sensación extraña con la llegada de la noche, como si trajera consigo una llave de acceso a un mundo paralelo al cual podía ingresar a través de un portal invisible, que comenzaba a abrirse ni bien cerraba los ojos.
Mis párpados caían, pero no me dormía por largos minutos; minutos que, a veces, se transformaban en horas. Antes de sumergirme en el universo onírico, me abrazaba a mi mundo interno, a mis pensamientos, que vagaban ilimitados y libres por rincones impensados y tan míos. Únicamente míos. ¡Qué placer ese, el de saber que nadie puede adentrarse en nuestros pensamientos!
Hasta el día de hoy muchas veces lo siento así: allí, en el silencio que trae la oscuridad del reposo, trato de escaparme de los ruidos, las cotidianidades, las preocupaciones y los deberes ser en esta tierra tan compleja, para volar con mi imaginación antes de dormirme. Y cuando finalmente mi cuerpo y mi mente se rinden a un descanso definitivo, ingreso a ese otro mundo abstracto, que por momentos se siente tan real como el concreto y que, ¿por qué no? tal vez lo sea...
Y allí comienzan mis aventuras por espacios exóticos, hacia lugares conocidos y desconocidos, o que tal vez haya visto alguna vez en mis vigilias, pero no los recuerde. No lo sé, algunos me dicen que son rincones que conocí en otras vidas, pero la verdad yo no creo demasiado en esas cosas.
Pero, algunas veces, hay algo más que me sucede desde que tengo unos catorce años. Muy pocos lo saben. Por aquella época, en medio de mis intentos por conciliar el sueño que no quería llegar, me había propuesto el desafío de tratar de percibir y recordar el instante en que me quedaba dormida. Y así, inmersa en ese juego, un día comencé a sentir un hormigueo en mis piernas y la sensación de que se habían vuelto livianas como plumas. En ese instante pensé: las siento tan livianas que las puedo elevar como si no tuvieran peso. Entonces probé y se elevaron.
Los días transcurrieron y de las piernas pasé a la parte media de mi cuerpo, hasta que, finalmente, pude lograr que toda mi presencia física se desprendiera unos cuantos centímetros de mi cama. Maravillada, pasaba mi mano por debajo de mi cuerpo para comprobar que lo que había en el medio era aire.
Entonces, sintiendo plena conciencia de mi ser, miraba a mi alrededor para verificar que no me había quedado dormida y que todo estaba en su mismo sitio: la ropa que había dejado en la silla, los muebles y cada uno de los objetos. A veces, a lo lejos, escuchaba la voz de mis padres, que todavía no se habían dormido. Pero, de pronto, sumida por un repentino miedo provocado por aquella experiencia absolutamente desconocida, mi cuerpo caía a la cama de un golpe tan fuerte, que sentía que ahora pesaba una tonelada y que mi corazón se saldría por el impacto físico y emocional.
“Creo que aprendí a levitar”, le dije a mi hermana un par años después y con cierto miedo a sonar como una loca. Nos habíamos ido de vacaciones y le pedí que tratara de no dormirse para mostrarle de qué le hablaba y comprobar si era solo mi sensación o una realidad. “Se siente tan real, que no lo puedo explicar de otra forma. No parece. Es”. Demás está decir que nunca logró ver nada y que, como sucedió toda la vida, se quedaba dormida primero.
Un día las cosas se pusieron aún mejores. Me fui animando a más y en ese camino comprendí que la clave estaba en perder el miedo. Porque, a veces, sentía mucho miedo. “Sin miedo tal vez pueda avanzar”, pensé. Y así, llegó el día en que me elevé tanto que llegué a tocar el techo de mi cuarto. Fue una maravilla, porque pude comprobar que no era duro, sino que era de una consistencia como de plastilina y que lo podía atravesar. Durante mucho tiempo era lo que lograba: llegar hasta allí, tocar el techo y hundir mi dedo en esa esponjosidad. Pero entonces, inevitablemente, me invadía ese repentino susto irrefrenable y caía con todo mi peso real multiplicado en mi cama; cuanto más alto llegaba, más fuerte era la caída y no era una experiencia para nada agradable.
“Basta de asustarme”, me decía. Yo quería explorar más, saber qué otras cosas podría descubrir. Movida por un impulso superior a mis temores, avancé. Así, durante años y hasta hoy, develé que podía levantarme de la cama y verme dormir; podía caminar por mi casa y observar todo tal cual lo había dejado; atravesar puertas, paredes o lo que sea; saltar desde grandes alturas y caer sin dañarme a la calle, vagar por el barrio e irme lejos, entrar a casas de extraños y descubrir lugares llenos de personas con caras nunca vistas. Aprendí a volver a mi cama sin golpes tan fuertes, aunque, a veces, todavía me asusto y esa sensación de vuelco intenso provocado por la caída libre, regresa.
Y, a veces, en ese estado, veo a mi pareja al lado mío y lo toco. En ocasiones él abre los ojos, pero no me ve. Aun así, le preguntó: “¿Me ves? ¿Podés sentir que te estoy tocando?”. Y claro, no responde. A veces fantaseo con que alguna vez nos encontremos allí.
Pasaron años hasta que, en una ocasión, lo comenté una noche en un bar. No lo había hecho antes con nadie aparte de mi hermana, porque soy de naturaleza escéptica y simplemente un día llegué a la conclusión de que jamás me movía de mi cama, sino que mis sueños se sienten muchas veces tan reales, que simplemente en eso se transforman: en algo real para mi mente. “Lo que te pasa se llama sueño consciente o viaje astral”, me dijo un tipo ese día. “Sueño consciente es una descripción perfecta, lo otro suena muy esotérico para mi gusto”, pensé.
Sin embargo, pasaron algunos años más hasta que un día se me ocurrió investigarlo. Para mi sorpresa la descripción de dicha experiencia coincidía casi plenamente con la mía. No ahondé nunca demasiado, creo que no quería que de pronto la lectura me sugestionara, tan solo quería fluir sola con mi vivencia.
Hoy no me interesa demasiado el por qué se genera ni qué signifique. Simplemente lo dejo ser. Creo que la dimensión de los sueños es magnífica, porque nos permite tener varias experiencias impensadas en una misma vida.
Por mi parte allí, dentro de mis sueños conscientes, mi reto es desafiarme y enfrentarme a esos miedos que allí crecen enormes y que se alimentan de la incertidumbre a lo desconocido. A veces son tan inmensos, que me resulta casi imposible enfrentarlos para avanzar.
Aun así, si siento que es necesario, trato de volver e intentarlo una y otra vez, hasta vencer ese temor y continuar. Lo hago porque cuando lo logro allí, en aquel universo onírico tan especial, siento coraje para conseguirlo con los miedos que me acechan en el plano concreto de mi vida.
***
¡Espero que no les haya sonado muy loco! Tal vez sí, tal vez no. Nuestra mente, en definitiva, es muy extraña. Creo que me inspiró animarme a escribir esto la serie que estoy viendo, Twin Peaks, donde pareciera que hay un Soñador, que nos sueña a todos... A ustedes, ¿les pasó alguna vez algo parecido a la hora de dormir? Y otra pregunta... ya sea a través del arte, el deporte, los viajes, los sueños u otra cosa ¿tienen sus propios caminos que les sirve para enfrentar sus miedos?
Les dejo un video para sentir, soñar y vagar con las imágenes....
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