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AURORA VISITA A SUS DEMONIOS (Un cuento inspirado en las maravillosas historias de coraje que llegaron a mí)

Hubo un tiempo sinsentido en que la angustia solía visitar a Aurora sin previo aviso. No alcanzaba con respirar para que la opresión a la altura del corazón cediera; allí seguía, junto a esa roca densa atravesada en su garganta.    Aurora se hallaba adormecida y disolver las piedras para dejar fluir su río no fue tarea sencilla. Tuvo que emprender un viaje épico hacia ese cuarto oscuro que parecía no tener salida. ¿Y si enloquecía en aquella habitación? ¿Y si no encontraba ninguna llave para abrir una ventana o una puerta que le mostrara una salida? Pero debía aventurarse y caminar, aunque sea despacio, hacia la negrura inquietante. Ella sabía que allí, entre los demonios más siniestros, podría hallar a sus ángeles adormecidos por las voces sedantes emitidas por aquellos que temen vivir. Aurora debía dejar de temer, paralizarse, ocultar.   Ella no puede precisar bien cuándo sucedió, aunque sabe que aconteció aquel día en que perdió sus miedos extranjeros para atender su gran miedo:
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Espejito, espejito: El sinuoso sendero de la autoestima

Ella tenía el rostro en forma de corazón, una piel pálida que se sonrojaba fácilmente, infinitas pecas salpicadas por todo su cuerpo y rulos negros, que solía sujetar con cierta flojera. La recuerdo nítida, inigualable, especial. Sin importar el espacio al que ingresara, no pasaba desapercibida. Tal vez fuera porque era bastante alta, dueña de un cuerpo imponente: pecho generoso, caderas anchas, cintura delineada, aunque no diminuta. Pero no era por ello que intrigaba, había algo extraño en todo su ser que emanaba una energía peculiar y que, incluso, provocaba cierto miedo. Si hubiera creído en brujas hechiceras, hubiese dicho con seguridad que estaba frente a una: alrededor de ella se respiraba misterio, la gente solía decir que era rara, y los perros se alejaban o le ladraban cuando la veían llegar. La conocí en mi primera juventud y tuvimos una de esas amistades intensas, pero pasajeras. Yo tendría unos veinte y ella, que era tres años mayor, me solía decir que su piel jamás se arru

¿Nos importa la felicidad?

Ahí estaba, con el corazón comprimido, deseando tener alas para elevarme por los cielos y escapar lejos, muy lejos de aquella situación tortuosa. Me hallaba parada junto a otras tres chicas que tampoco habían sido seleccionadas aún para formar parte de los equipos. Jugaríamos al “quemado”, un juego violento, de jerarquías y poder, y yo rezaba por no quedar última. “Que te elijan última es una pesadilla, significa que  sos  la peor y no  tenés  cualidades ganadoras para el juego”, pensé. “Aunque mejor sería desaparecer... Sí, volar y desaparecer me haría feliz.”   Por aquel entonces tenía seis, también tenía siete, ocho, nueve y todas las edades escolares. La escena había entrado en un círculo vicioso angustiante para mi mente infantil y adolescente. A mis padres no se los contaba, mi hogar era mi refugio, mi lugar seguro, mi escape a mundos imaginarios y no quería contaminarlo con episodios sin dudas insignificantes. O, tal vez, me daba vergüenza delatar mis carencias. Porque si no m